Pablo

A Pablo le encontré junto a la persiana de acceso al muelle de descargas de la empresa en la que trabaja cuando tenía diecisiete años.- Se había caído de algún nido y era un pollito de gorrión.

Cuando era niña tuve un pollo de paloma que recogí de alguna parte. Picoteaba el grano que le ponía pero no supe ver que era demiasiado joven como para saber tragar ese grano. Así que murió de inanición. Eso me dejó un leve trauma que afloró cuando encontré a Pablo. Así que le dije – “morirás atragantao si acaso pero no de inanición” -. Le abría el pico y le dejaba caer bolitas de pan que empujaba con el dedo para que lo tragara. Luego agua con un cuentagotas directo a la garganta y ala, tú verás si lo engulles o te asfixias pero de hambre no será por lo que te acabes muriendo.

Me lo llevaba a todas partes en el bolsillo interior de la chaqueta. No podía dejarlo en casa todo el día solo porque tenía que darle la inyección traqueal de bolitas de pan con agua cada pocas horas. Los días laborables durante las mañanas lo dejaba suelto en los vestuarios del trabajo y por las tardes después de comer le dejaba salir porque el jefe se marchaba a casa.

Por allá en la nave aprendió a hacer sus primeros vuelos. Básicamente pasaba el rato a mi lado observando lo que hacía.
Una de las faenas que me tocaban era etiquetar cajas. Me ponía la pila de cajas sin montar delante y el taco de etiquetas. Les sacaba los papelitos de detrás y las pegaba en las cajas y los papelitos iban a parar a un montoncito acumulado a un lado en la mesa de trabajo. Pablo observaba y se entretenía en saltar a capturar con el pico los papelitos lanzados. Era muy gracioso porque el papelito era casi más grande que él. También gustaba de zambullirse en el montón de papelitos y hacía los mismos gestos que si se estuviera bañando en agua.

Era un bicho muy entretenido y llegó a ser muy popular entre compañeros de trabajo y amigos.

Los fines de semana me marchaba a Lloret de Mar donde mi amiga Marta llevaba trabajando unos meses y me instalaba en el pisito que había alquilado. Pablo venía conmigo y en el tren era un espectáculo ver cómo con cara de póquer me sacaba un gorrioncito del bolsillo de la chaqueta y le daba de comer. Pablo, encantado, se comportaba como cualquier polluelo cuando sabe que es hora de comer y tiene hambre. O sea, piaba y agitaba las alitas y ponía la boca así toda abierta esperando sus bolitas de pan con agua.

Ya en casa de Marta le gustaba pasar los ratitos sobre el escurridor de platos en la cocina. Fue una época en la que Lloret era moda y los fines de semana acabábamos todos por allá. Pablo fue la razón de muchas visitas a aquel piso.

Finalmente aprendió a comer solo y ganó habilidad con las alas, especialmente esquivando a Be-bop-a-lula (mi gata) que no podía evitar lanzarse en plancha cuando lo veía volar del sillón a la mesa. Cuando no volaba convivían en paz. Miraban la tele con el resto de la familia todos en el sofá.

Un día estaba yo fregando los platos con Pablo sobre el hombro y decidió que era el momento de darse un garbeo por el exterior de la ventana. Salío volando y voló dando un par de círculos bastante torpes y cuando quiso regresar se encontró con que el viento de cara no le dejaba y como pudo aterrizó en el descampado de abajo, junto a un árbol. Comenzó a llamarme. – “yaa vooy” – le dije y agarré la puerta y bajé a buscarle. Cuando llegué ahí estaba él, tan tierno y pequeñito. Me agaché a recogerle y en un instante todo cambió. Un enorme y gordo gato gris lo agarró con la boca y salió por patas.
Qué hijo de puta el gato. Le recuerdo corriendo con las alitas de Pablo asomando por los lados de la boca. Pablo era un suspirito sin apenas chicha y como menú era de lo más escaso y aquel gato estaba obeso, más que bien alimentado. Y se comió a Pablo. Le perseguí por medio barrio pero no pude hacer nada más que regresar a casa con llantos e hipos.

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